Posted by : Cristhian lunes, 6 de abril de 2015

Para el lector probablemente se trate de un enigma de gran interés para resolver. Acompáñenos en nuestro recorrido por la últimas horas de católicas proezas y santos atrevimientos de quienes tuvieron la honra de acompañar estrechamente al Divino Redentor integrando el Sagrado Colegio Apostólico. 

A pesar de que los católicos nos hemos hecho muchas preguntas concernientes a nuestra fe, una de las más evidentes no ha sido formulada con frecuencia, o en todo caso, no es común toparse con un lugar que reúna esta información. Nos referimos a: ¿cómo fue la muerte de los Apóstoles del Señor? 

Cercana la fiesta de San Pedro y San Pablo, éste es un momento maravilloso para preguntarnos sobre el momento en que iremos a reunirnos con Dios haciendo agradecido uso de la gracia que Él mismo nos alcanzó, o nos reprobaremos por haberlo rechazado. Y cuando meditamos, los católicos tenemos la gracia adicional de contar con los modelos de virtud que fueron nuestros santos. Por eso veremos en las altísimas vocaciones de los apóstoles ese fin que debiéramos desear e intentar alcanzar rogando por la gracia de la penitencia final y la unión con Dios que ellos lograron en grado magnífico. 

Pero cuando hablamos de modelos de virtud se nos hace imposible olvidar a los "ejemplos de decrepitud" que han sido quienes deliberadamente quisieron apartarse y dañar la Fe en alguna de sus expresiones. 

Dada la santa curiosidad que nos ha nacido al darnos cuenta de nuestro desconocimiento al respecto, el tiempo que atravesamos, la necesidad de la gracia de penitencia final y la contemplación de las maravillas de Dios, relataremos a continuación según la Tradición de la Santa Iglesia, el momento previo a la vida eterna de estos grandes santos y algo de quienes quisieron ser sus opositores, para que, cada quien desde su lugar, esperamos nos produzcan siquiera en parte el fruto del deseo de santificación que Nuestro Señor quiso encender en nosotros cada uno de los días que transitó por este mundo. 


Muerte de San Andrés

Durante su estancia en Acaya el bienaventurado San Andrés fundó muchas iglesias y convirtió a la fe de Cristo a numerosas personas, las adoctrinó y bautizó, y entre ellas a la esposa del procónsul Egeas. Cuando éste se enteró de que su esposa se había convertido al cristianismo, acudió a la ciudad de Patras y trató de obligar a los cristianos a que ofreciesen sacrificios a los ídolos. Pero san Andrés se presentó ante el procónsul y le dijo:

- Desiste de tu empeño. Tú, elevado a la categoría de juez de los hombres en la tierra, tú eres quien debes tratar de conocer a tu juez que está en los cielos; tú también debieras darle culto y apartar tu alma de los falsos dioses.

Egeas replicó:

- Resulta que eres Andrés, el predicador de esa secta supersticiosa, que no hace mucho los romanos mandaron exterminar.

Respondióle Andrés:

- Los emperadores de Roma no saben que el Hijo de Dios ha venido a la tierra y que nos ha enseñado que los ídolos son demonios que instigan a los hombres a que ofendan al Dios verdadero para que éste, al sentirse ofendido, aparte de ellos sus ojos y sus oídos. Lo que el diablo pretende es alejar a los pecadores de su Señor, porque de ese modo hace con ellos lo que quiere, los somete a su esclavitud, y, cuando sus almas salen de sus cuerpos, despojadas de todo no llevan al otro mundo más que sus propios pecados.

Con estas palabras iniciaron un largo diálogo en que San Andrés intentaba convertir un alma al cristianismo, y Egeas intentaba pervertir al santo. Y no logrando este último su objetivo, arrebatado de ira ordenó el encarcelamiento de Andrés.

A la mañana siguiente Egeas se sentó en su tribunal y mandó que condujeran al prisionero ante él; cuando lo vio en su presencia lo instó una vez más a que ofreciera sacrificios a los dioses, añadiendo:

- Si no me obedeces te haré colgar en esa cruz de que tanto has hablado.

A esta amenaza agregó el procónsul otras muchas más, en tono irritado. Andrés, tras oírle respondió con calma:

- De todos esos suplicios que acabas de enumerar elige el que quieras; el mayor de ellos, por ejemplo; o todos juntos, si así lo prefieres. Cuanto mayores sean los tormentos que me hagas padecer por mi rey, tanto más le agradaré.

Seguidamente, siguiendo órdenes de su jefe, veintiún hombres azotaron al santo; después, lo ataron por los pies y por las manos a una cruz; no lo clavaron a ella para que tardara más en morir y sus padecimientos fuesen más prologados.

Cuando lo llevaban hacia el lugar donde habían preparado el patíbulo se incorporó mucha gente al cortejo. Algunos de los que formaban la trágica comitiva comenzaron a dar gritos, diciendo:

- Este hombre es inocente; estás derramando su sangre contra toda justicia.

El apóstol les rogó que callaran y que no impidieran su martirio, y al divisar desde lejos la cruz en que iban a suspenderle, fue él quien gritó, saludándola de esta manera:

- ¡Salve, oh Cruz gloriosa, santificada por el cuerpo de Cristo y adornada con sus miembros más ricamente que si hubieses sido decorada con piedras preciosas! Antes de que el Señor te consagrara fuiste símbolo de oprobio, pero ya eres y serás siempre testimonio del amor divino y objeto deseable. Por eso yo ahora camino hacia ti con firmeza y alegría. Recíbeme tú también gozosamente y conviérteme en discípulo verdadero del que pendió de ti. ¡Oh Cruz santa, embellecida y ennoblecida desde que los miembros del Señor reposaron, clavados, sobre ti! ¡Oh Cruz bendita, tanto tiempo deseada, solícitamente amada, constantemente buscada y por fin, ya preparada! ¡A ti me llego con el deseo ardiente de que me acojas en tus brazos, me saques de este mundo y me lleves hasta mi Maestro y Señor! ¡El, que me redimió por ti, por ti y para siempre me reciba!

Dicho esto, se despojó de sus ropas y las regaló a los que iban a atormentarle. En seguida los verdugos cumplieron las órdenes que les habían dado, lo suspendieron del madero. Dos días tardó en morir. Durante ellos no cesó de predicar desde aquel púlpito a una concurrencia de unas veinte mil personas, muchas de las cuales se amotinaron contra Egeas intentando matarle y diciendo que aquel santo varón tan justo y virtuoso no merecía el trato que le estaban dando. Egeas, tal vez para liberarse de las amenazas del pueblo, acudió al lugar del suplicio decidido a indultar al mártir; pero Andrés al verle ante sí le dijo:

- ¿A qué vienes? Si es para pedir perdón, lo obtendrás; pero si es para desatarme y dejarme libre, no te molestes; ya es tarde. Yo no bajaré vivo de aquí, ya veo a mi Rey que me está esperando.

Pese a esto, los verdugos, por orden de Egeas, intentaron desatarle; pero no pudieron conseguirlo; más aún: cuantos osaron tocar las cuerdas quedaron repentinamente paralizados de manos y brazos. En vista de ello algunos de los que estaban de parte del apóstol decidieron desatarlo por sí mismos, mas Andrés se lo prohibió y los invitó a que escucharan atentamente esta oración que pronunció desde la cruz, y que San Agustín transcribe en su libro sobre la Penitencia:

"No permitas, Señor, que me bajen vivo de aquí. Ya es hora de que mi cuerpo sea entregado a la tierra. Ya lo he tenido conmigo mucho tiempo. Ya he trabajado bastante y vigilado para conservarlo. Ya es llegado el momento de que me vea libre de estos cuidados y aligerado de esta pesada vestimenta. Mucho esfuerzo me ha costado soportar tan fatigosa carga, domar su soberbia, fortalecer su debilidad y refrenar sus instintos. ¡Tú sabes, Señor, que esta carne frecuentemente trataba de apartarme de la contemplación y de enturbiar la placidez que en ella encontraba! ¡Tú conoces muy bien los dolores que me ha proporcionado! ¡Tú, oh Padre benignísimo, no ignoras cómo siempre que pude, y gracias a tu ayuda, refrené sus embestidas! Por eso te pido, oh justo y piadoso remunerador, que des esto por acabado. Yo te devuelvo el depósito que me confiaste; no me tengas más tiempo atado a él; confíalo a otro que lo conserve y guarde hasta que resucite y entre en el disfrute de los gozos obtenidos con los pasados trabajos. Devuélvelo a la tierra; líbrame del afán que supone tener que vigilarlo y concede a mi alma agilidad e independencia para que sin trabas vuele hacia ti, fuente de felicidad eterna!".

Acabada esta oración, el crucificado quedó durante media hora envuelto por una luz misteriosa venida del cielo, que ofuscaba la vista de los presentes y les impedía fijar los ojos en él. Después, y en el preciso momento en que la claridad aquella desapareció, el santo mártir entregó su espíritu al Señor.

Maximila, esposa de Egeas, se hizo cargo del cuerpo del bienaventurado apóstol y lo enterró piadosamente. Mientras esto ocurría, Egeas, cuando se dirigía de regreso a su casa, antes de que llegara a ella, en plena calle murió repentinamente.

Muerte de Santo Tomás

Estando el apóstol Tomás en Cesarea se le apareció el Señor y le dijo:

- Gondóforo, el rey de la India, ha enviado a su ministro Abanés en busca de un buen constructor. Ven conmigo y yo te presentaré a él.

Tomás le respondió:

- Señor, envíame a donde quieras, pero no al país de los indios.

Jesucristo insistió:

- Ve tranquilo, no tengas miedo; yo te protegeré. Cuando los hayas convertido volverás a mí enarbolando la palma del martirio.

Tomás accedió, diciendo:

- Tú eres mi Señor y yo tu siervo; hágase tu voluntad.

Jesucristo entonces se acercó al ministro del rey que deambulaba por la plaza y le preguntó:

- ¿Qué haces por aquí, buen hombre?

Abanés contestó:

- Ando buscando por orden de mi rey siervos competentes en el arte de la construcción, porque quiere que le edifiquen un palacio parecido a los que hay en Roma.

Entonces el Señor le ofreció a Tomás, asegurándole que era muy experto en la materia. Abanés lo aceptó y se lo llevó consigo.

En cuanto llegaron a su destino, Tomás trazó los planos de un magnífico palacio; el rey le retribuyó su trabajo entregándole un riquísimo tesoro que él distribuyó entre la gente del pueblo, y en seguida el monarca se ausentó de la capital de su reino y se marchó a otra provincia. Tras dos años de ausencia, regresó el rey y grandes dificultades surgieron de la prédica de Santo Tomás, porque éstas molestaban al soberano pagano, pero numerosos milagros sacaron sin problemas al apóstol de los peligros, tras los cuales se fue a evangelizar al norte del país.

Una de las personas convertidas por él a la fe de Cristo fue Síntique, amiga de Migdonia, esposa de Casisio, cuñado del rey. Cuando Migdonia supo que su amiga Síntique se había hecho cristiana, le dijo:

- ¿Crees que podré yo ver al apóstol?

Síntique le respondió que sí y le dio este consejo:

- Cambia tus ricos vestidos por otros muy humildes, únete a uno de esos grupos de mujeres pobres que van con frecuencia a oírle predicar y, mezclada entre ellas, escúchale atentamente.

Así lo hizo Migdonia. Aquel día Tomás comenzó a hablar con flamígero entusiasmo y Migdonia, tras la predicación, abrazó la fe de Cristo. Al enterarse su esposo, puso esto en conocimiento del rey, que mandó encerrar al apóstol y envió a la reina a convencer a su hermana del error de haberse hecho cristiana. Pero contrariamente a lo previsto, no sólo Migdonia no se pervirtió, sino que convirtió a su hermana, la reina.

- Cuando salí de casa – dijo ella explicándose al volver – creía como vosotros que Migdonia, mi hermana, había cometido una enorme estupidez; pero me he convencido de que ha obrado con gran sabiduría; ella me puso en contacto con el apóstol y él me ha hecho conocer el camino de la verdad y comprender claramente que los verdaderos necios son quienes no creen en Cristo.

Mandó entonces el rey que fuesen en busca del apóstol y que atado de pies y manos lo trajeran a su presencia. Cuando lo tuvo ante sí le ordenó que convenciera a las mujeres de su error. Una larga discusión nació entonces, en que el apóstol defendió la fe de Cristo con toda su alma.

Entonces, por consejo de Casisio, ordenó el rey que encerraran al siervo de Cristo en un horno encendido, cuyo fuego se apagó en cuanto el apóstol penetró en él; y de él salió sano y salvo al día siguiente. En vista de este prodigio, Casisio propuso a su cuñado que, para que aquel poderoso hombre perdiera la protección divina e incurriera en la ira de su dios, le obligase a ofrecer sacrificios al sol; pero Tomás, cuanto trataron de forzarle a que cometiera este acto de idolatría dijo al monarca:

- Tú vales mucho más que esa imagen que has mandado construir. ¡Oh idólatra, despreciador del Dios verdadero! ¿Crees que va a ocurrir eso que te ha dicho Casisio? ¿Crees que si adoro a tu señor voy a incurrir en la ira del mío? Nada de eso; quien incurrirá en la indignación de mi Dios será ese ídolo tuyo. Voy a postrarme ante él; verás como, tan pronto como me arrodille ante esa imagen del sol, mi Dios la destruirá. Voy a adorar a tu divinidad; pero antes hagamos un trato: si cuando yo adore a tu dios el mío no lo destruye, te doy mi palabra de que ofreceré sacrificios en honor de esa imagen; mas si lo destruye tu creerás en el mío. ¿Aceptas?

- ¿Cómo te atreves a hablarme de igual a igual? – replicó indignado el rey.

Acto seguido, Tomás en su lengua natal mandó al demonio alojado en la imagen del sol que, tan pronto como él doblara sus rodillas ante el ídolo, lo destruyera. Después se prosternó en tierra y dijo:

- Adoro, pero no a este ídolo; adoro, pero no a esta mole de metal; adoro, pero no a lo que esta imagen representa; adoro, sí, pero adoro a mi Señor Jesucristo en cuyo nombre te mando a ti, demonio, escondido en el interior de esta efigie, que ahora mismo la destruyas.

En aquel preciso instante la imagen, que era de bronce, se derritió cual si estuviera hecha de cera. Los sacerdotes paganos encargados del culto del malogrado ídolo, al ver lo ocurrido, bramaron de indignación y el pontífice que los presidía exclamó:

- ¡Yo vengaré la injusticia que acabas de hacer a mi dios!

Mientras pronunciaba la anterior amenaza, se apoderó de una espada y con ella atravesó el corazón del apóstol.

Así murió Tomás. El rey y Casisio, viendo que gran parte de cuantos habían presenciado el asesinato del santo trataban de vengar su muerte intentando apoderarse del pontífice para quemarlo vivo, llenos de miedo, huyeron de allí.

Los cristianos recogieron el cuerpo del mártir y lo enterraron con sumo honor.

Muerte de San Juan

Sesenta y siete años después de la Pasión del Señor, cuando san Juan tenía ya 98 de edad, Jesucristo, escribe san Isidoro, se apareció al apóstol y le dijo: "Mi querido amigo, ven a mí; ha llegado la hora de que te sientes en mi mesa con el resto de tus hermanos". Al oír estas palabras, Juan intentó ponerse en pie e hizo ademán de ir hacia su Maestro, pero éste le manifestó: "Espera hasta el domingo". Al domingo siguiente, muy de madrugada, a la hora en que el gallo suele cantar, todos los fieles se congregaron en la iglesia que habían construido en honor del apóstol y éste empezó a predicarles, exhortándolos a que cumplieran fervorosamente los divinos mandamientos. Acabado el sermón, mandóles que cavaran su sepultura a la vera del altar y que sacaran la tierra fuera del templo. Cuando la fosa estuvo dispuesta, el santo bajó hasta el fondo de la misma, tendióse en ella, alzó las manos hacia el cielo y pronunció la siguiente oración: "Señor Jesucristo: Me has invitado a sentarme a tu mesa: allá voy, siempre, con toda mi alma, he deseado estar contigo". De pronto la fosa quedó envuelta por una luz vivísima, cuyos resplandores nadie pudo resistir. Momento después cesó la deslumbrante claridad y los asistentes advirtieron que, mientras duró, había descendido sobre el cuerpo del apóstol una extraña sustancia a manera de arena finísima que lo cubría enteramente, llenaba la sepultura y desbordaba de ella. Es arena, semejante a la que hay en el fondo de algunas fuentes, puede verse todavía hoy en su sepulcro, como si se generara constantemente en el fondo del mismo.

Muerte de San Matías

En el repartimiento regional que los apóstoles hicieron para ejercer su ministerio, a san Matías el correspondió la Judea, en cuyas tierras predicó, hizo numerosos milagros, y descansó finalmente en la paz del Señor.

Era Matías doctísimo en la ley, limpio de corazón, ponderado, equilibrado y muy sutil en su análisis sobre las cuestiones relacionadas con la Sagrada Escritura; sumamente prudente en sus juicios, y de palabra fácil y elocuente. Con su predicación, milagros y prodigios, convirtió a muchos en Judea. Esta fue la causa que movió a los judíos que lo odiaban, a formarle proceso y a condenarle a morir apedreado. Dos falsos testigos que declararon contra él fueron los primeros en arrojar algunas piedras sobre su persona; pero el apóstol las recogió y manifestó su deseo de que aquellos guijarros fuesen enterrados con él para que sirvieran de testimonio contra sus verdugos. Después de haber sido apedreado, mientras con sus brazos extendidos hacia el cielo encomendaba su espíritu a Dios, acercóse a él un soldado y, conforme a la costumbre romana, con una afilada hacha le cortó la cabeza y puso fin a la vida del apóstol, cuyo cuerpo fue llevado desde Judea a Roma, y posteriormente desde Roma hasta Tréveris.

Muerte de San Felipe

El apóstol San Felipe, después de haber predicado veinte años en Escytia y sufrido muchas persecuciones y hecho numerosos milagros que convirtieron a gran cantidad de personas, convocó un día a todos los obispos y presbíteros de la región, y les dijo:

- El Señor quiere que emplee en vuestra formación los siete días que me quedan de vida.

Al cabo de estos siete días, los infieles se apoderaron de él, que ya tenía 87 años de edad, y, para que muerte se pareciese a la del Maestro cuya doctrina constantemente predicaba, lo crucificaron. Así fue como este santo apóstol salió de este mundo y entregó su alma al Señor. Sus dos hijas, ambas vírgenes y santas, fueron enterradas una a su derecha y la otra a su izquierda.

San Isidoro, en el Libro de la vida, nacimiento y muerte de los Santos, dice: "Felipe primeramente convirtió a los galos, llevando a la luz de la verdad y al apacible puerto de la fe, tanto a aquellas gentes bárbaras como a las de los pueblos vecinos, sacándolas a todas ellas de las tinieblas en que se hallaban sumergidas y a punto de ser engullidas por las encrespadas aguas del error. Después terminó su vida en Hierápolis, ciudad de la provincia de Frigia, muriendo apedreado y crucificado; allí descansan él y sus hijas".

Muerte de Santiago el Menor

A los treinta años de haber sido consagrado obispo, viendo los judíos que no podían matar a Pablo porque se había ido a Roma a apelar ante el césar, concitaron todo el furor de su odio religioso contra Santiago, y comenzaron a buscar algún pretexto para acusarle.

Unos cuantos judíos fueron entonces a ver a Santiago y le dijeron:

- Te rogamos que desengañes al pueblo y le hagas ver que se equivoca al creer que Jesús fue Cristo. Te suplicamos que el próximo día de Pascua, aprovechando la oportunidad de la gran cantidad de gente que viene a Jerusalén, hables a las multitudes y las disuadas de todas esas cosas que vienen admitiendo en relación con Jesús. Si así lo haces, tanto nosotros como el pueblo en general nos atendremos a su testimonio, reconoceremos que eres justo y que no te dejas influir por nadie.

El día de Pascua, aquellos mismos hombres que trataron de seducirle llevaron al apóstol a la terraza más alta del templo, a fin de pudiera ser bien visto y oído por las multitudes y le dijeron a voces:

- ¡Santiago! ¡Tú eres el más honesto de todos los hombres! Todos acatamos tu testimonio. Dinos, pues, aquí, públicamente, qué opinión te merece la actitud de esas gentes que andan por ahí errantes, detrás de ese Jesús crucificado.

Santiago, también con voz muy fuerte, respondió:

- ¿Queréis saber lo que yo pienso acerca del Hijo del hombre? Pues prestad atención: pienso que está sentado en el cielo, a la derecha del Sumo Poder, y que un día vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos.

Los cristianos, al oír esta respuesta, la acogieron con gritos de jubilosa alegría y grandes aplausos; los fariseos y escribas, en cambio, comentaron entre sí:

- ¡Mal paso hemos dado al brindarle esta ocasión de que emitiera públicamente este testimonio acerca de Jesús! Enmendemos el error que hemos cometido: subámosle hasta las más altas almenas y arrojémosle desde ellas a la calle para que los creyentes se asusten y desechen sus creencias.

Así lo hicieron; lleváronle a lo más alto del Templo, y desde allí dijeron a gritos:

- ¡Oh! ¡Oh! ¡El que teníamos por justo se ha equivocado!

Dicho esto, le dieron un empujón y lo arrojaron al vacío, y en cuanto el apóstol llegó al suelo se arremolinaron contra él los judíos que habían presenciado desde abajo su caída, y empezaron a gritar:

- ¡Apedreemos a Santiago el Justo!

Seguidamente comenzaron a apedrearlo. Santiago, que pese a la altura desde la que cayó no se había hecho ningún daño, al ver que arrojaban piedras contra él se puso de rodillas, y en actitud de oración, levantando sus manos hacia el cielo, exclamó:

- ¡Señor! ¡Te ruego que los perdones, porque no saben lo que hacen!

Al iniciarse la pedrea, uno de los sacerdotes, hijo de Rahab, se encaró con la multitud y dijo:

- ¡Alto! ¡No tiréis piedras, os lo ruego! ¿Qué pretendéis hacer? ¿No os dais cuenta de que este santo varón al que estáis apedreando corresponde a vuestra crueldad orando por vosotros?

No obstante esta advertencia, uno de los fanáticos, con una pértiga de batanero, descargó sobre la cabeza del apóstol un golpe terrible, que le rompió el cráneo.

Con este género de martirio el alma del santo apóstol emigró al Señor en tiempo del emperador Nerón, que inició su reinado hacia el año 57 de nuestra era. Su cuerpo fue sepultado en el mismo sitio en que murió, a la vera del Templo. El pueblo trató de vengar su muerte y de apoderarse de quienes lo mataron para castigarles, pero los malhechores se dieron buena maña para escapar rápidamente de allí.

Muerte de San Pedro y San Pablo

Los dos apóstoles se enfrentaron a Simón el Mago por los engaños que este último hacia a la gente, y tras un milagro que no da ahora lugar para relatar, quedó Simón tan avergonzado que tuvo que esconderse por un año antes de animarse a comparecer ante el público otra vez.

A pesar de lo que había pasado, posteriormente Simón volvió a Roma y reanudó la amistad que desde antes tenía con Nerón. Dice san León que el mago, después de su regreso, convocó al pueblo y dijo:

- Los galileos me han ultrajado gravemente. He decidido abandonar definitivamente esta ciudad en la que tantos favores os he hecho. No quiero seguir viviendo en la tierra. Oportunamente os comunicaré la fecha de mi ascensión al cielo.

Algunos días después convocó nuevamente al público para que cuantos lo deseasen fuesen testigos de su viaje a la gloria, y coronado de laurel subió, según algunos, a una torre muy alta, y según la versión de San Lino, al Capitolio, y desde la altura se lanzó al espacio y empezó a volar. Al ver aquello, Pablo dijo a Pedro:

- A mi me corresponde orar, y a ti dar las órdenes debidas.

Nerón, que se hallaba presente, dirigiéndose a los apóstoles, hizo este comentario:

- Este hombre es sincero; vosotros sois los embaucadores.

Entonces Pedro dijo a Pablo, que estaba orando:

- Pablo, levanta la cabeza y fíjate.

Levantó Pablo la cabeza y al ver que Simón seguía volando, dijo a Pedro:

- Pedro ¿qué esperas? Acaba la obra que comenzaste, que ya nos llama el Señor.

Pedro inmediatamente exclamó:

- ¡Espíritus de Satanás que lleváis a este hombre por el aire! ¡Yo os mando que no lo sostengáis más y que lo dejéis solo para que caiga y se estrelle!

En aquel preciso momento los demonios que lo sostenían, y llevaban volando por el aire, retiráronle su apoyo y Simón desde lo alto cayó al suelo, y al chocar contra él se rompió la cabeza y quedó muerto.

Entonces Nerón, lleno de dolor por el final trágico de aquel hombre, se encaró con los apóstoles y les dijo:

- No puedo fiarme de vosotros. Os daré un castigo conveniente para que os sirva de escarmiento.

Nerón cumplió su amenaza. Detuvo a Pedro y a Pablo y encargó su vigilancia a un ilustre romano llamado Paulino, el cual, a su vez, mandó a Mamertino que los llevara a la cárcel. Mamertino encerró a los dos apóstoles en un calabozo y confió la custodia de los dos presos a dos solados cuyos nombres eran Proceso y Martiniano, que, convertidos en seguida a la fe por San Pedro, abrieron las puertas de la prisión y dejaron en libertad a ambos prisioneros. Este hecho costó la vida a Proceso y Martiniano, pues Paulino, cuando Pedro y Pablo fueron martirizados, juzgó a ambos soldados y, al descubrir que eran cristianos, dio cuenta de ello a Nerón y mandó que fuesen inmediatamente decapitados.

Cuando Pedro salió de la cárcel, sus hermanos en la fe rogaron que huyera de la ciudad, y, aunque él al principio se resistió a hacerlo, finalmente convencido por ellos se dispuso a salir de Roma, y al llegar a una de las puertas de la muralla situada en el lugar que actualmente lleva el nombre de Santa María "ad passus", según San Lino y San León, vio a Cristo que venía hacia él. Pedro, al verlo, le dijo:

- Domine, quo vadis? O sea, Señor, ¿adónde vas?

- A Roma, para que me crucifiquen de nuevo.

- ¿Para que te crucifiquen de nuevo? – preguntó Pedro.

- Sí – contestó el Señor.

Entonces Pedro exclamó:

- En ese caso me vuelvo para que me crucifiquen también a mí contigo.

En aquel preciso momento el Señor subió al cielo ante la mirada atónita de san pedro que comenzó a llorar de emoción, porque repentinamente se dio cuenta de que la crucifixión de que Cristo había hablado era la que a él le aguardaba, es decir, la que el Señor iba nuevamente a padecer a través de su propia crucifixión. Inmediatamente volvió sobre sus pasos, se internó en la ciudad y refirió a los hermanos la visión que había tenido. Poco después, los soldados de Nerón lo detuvieron, y en calidad de prisionero lo condujeron a la presencia del prefecto Agripa. Según el relato de san Lino, la cara del apóstol, al comparecer ante el juez, brillaba como el sol.

Agripa al verle, le dijo:

- ¡De manera que tú eres ese sujeto que en determinadas reuniones con la plebe se da tanta importancia...! Tengo entendido que aprovechas tu influencia sobre las mujeres que te siguen para inculcarles que no se acuesten con sus maridos.

Pedro, encarándose con el prefecto, le respondió:

- Yo no me doy importancia ni presumo de nada ni de nada me glorío; pero sí te hago saber que lo único que de verdad me importa es ser fiel discípulo de mi Señor Jesucristo, el Crucificado.

Agripa condenó a Pedro a morir en una cruz; podía legalmente aplicársele este tormento, porque era forastero; en cambio, a Pablo, como era ciudadano romano y no podía según las leyes ser castigado con este procedimiento, lo condenó a muerte por el sistema de decapitación.

Dionisio, en carta escrita a Timoteo con motivo de la muerte de Pablo, habla de la condena recaída sobre uno y otro apóstol, y se expresa de esta manera: "¡Oh, hermano mío Timoteo! Si hubieses sido testigo de los últimos momentos de estos mártires, hubieras desfallecido de tristeza y de dolor. ¿Cómo oír sin llorar la publicación de aquellas sentencias en las que se decretaba la muerte de Pedro por crucifixión y la de Pablo por degollación? ¡Si hubieses visto como los gentiles y los judíos los maltrataban y lanzaban salivazos sobre sus rostros! Cuando llegó el momento en que deberían separarse para ser conducidos al lugar en que cada uno de ellos había de ser ejecutado, ¡momento verdaderamente terrible!, aquellas dos columnas del mundo fueron maniatadas entre los gemidos y sollozos de los hermanos que estábamos presentes. Entonces dijo Pablo a Pedro: "La paz sea contigo, ¡oh fundamento de todas las Iglesias y pastor universal de las ovejas y corderos de Cristo!". Pedro por su parte respondió a Pablo: "¡Que la paz te acompañe también a ti, predicador de las buenas costumbres, mediador de los justos y conductor de sus almas por los caminos de la salvación!". Una vez que separaron al uno del otro, pues no los mataron en el mismo sitio, yo seguí a mi maestro". Hasta aquí el relato de Dionisio.

León y Marcelo refieren que en el momento en que Pedro iba a ser crucificado, el apóstol dijo: "Cuando crucificaron a mi Señor, pusieron su cuerpo sobre la cruz en posición natural, con los pies abajo y la cabeza en lo alto, en esto sus verdugos procedieron acertadamente, porque mi Señor descendió desde el cielo a la tierra; a mí, en cambio, debéis ponerme de manera distinta: con la cabeza abajo y los pies arriba; porque además de que no soy digno de ser crucificado del mismo modo que Él lo fue, yo, que he recibido la gracia de su llamada, voy a subir desde la tierra hasta el cielo; os ruego por tanto que, clavar mis miembros a la cruz, lo hagáis de tal forma que mis pies queden en lo alto y mi cabeza en la parte inferior del madero. Los verdugos tuvieron a bien acceder a este deseo y, en consecuencia, colocaron el cuerpo del santo sobre la cruz de manera que sus pies pudiesen ser clavados separadamente en los extremos del travesaño horizontal superior, y las manos en la parte baja del fuste, cerca del suelo".

El público que asistió a este espectáculo, en un momento dado comenzó a amotinarse, a proferir gritos contra Nerón y contra el prefecto, a pedir la muerte de ambos y a intentar la liberación de Pedro; pero éste les suplicó que no impidiesen la consumación de su martirio. Según los relatos de Hegesipo y de Lino, el Señor premió a cuantos llorando de compasión presenciaron la escena terrible, abriendo sus ojos y permitiendo que vieran a Pedro, ya crucificado, rodado de ángeles que tenían en sus manos coronas de rosas y de lirios y a Cristo colocado a la vera del mártir mostrando al apóstol un libro abierto. Hegesipo dice que Pedro al ver junto a sí el libro que Cristo le mostraba, comenzó a leer en voz alta, para que todos lo oyeran, lo que estaba escrito en él, y que lo que leyó fue lo siguiente: "Señor, yo he deseado imitarte; pero no me he considerado digno de ser crucificado en la posición en que a ti te crucificaron; porque tú siempre fuiste recto, excelso, elevado; nosotros, en cambio, somos hijos de aquel primer hombre que hundió su cabeza en la tierra; por eso, ya en nuestra manera de nacer representamos la caída de nuestro primer padre, puesto que nacemos inclinados hacia el suelo, tendiendo a derramarnos sobre él y con una naturaleza de condiciones tan cambiadas y tan propensa a incurrir en errores, que frecuentemente lo que juzgamos correcto en realidad no lo es. Tú, Señor, para mí significas todas las cosas; lo eres todo para mí; fuera de ti, no quiero nada. Mientras viva y sea capaz de razonar y pueda hablar, te diré siempre y con toda mi alma: ¡Gracias, mi Dios!".

De la oración que acabamos de transcribir se deduce que fueron dos los motivos por los que este santo apóstol no quiso ser crucificado en la posición normal, en que lo fue Cristo.

Tras la visión que hemos referido, considerando san Pedro que los fieles que asistían a su martirio habían sido testigos de aquella glorificadora escena, dio gracias a Dios, encomendó a su misericordia a los creyentes y expiró. Sus discípulos Marcelo y Apuleyo desenclavaron su cuerpo, lo ungieron con variados aromas, y lo sepultaron.

San Pablo por su parte empezó a caminar con sus verdugos cuando se encontró con Plantila, que era una de sus discípulas. Dionisio dice que esta cristiana se llamaba Lemobia. Lemobia o Plantila – probablemente esta mujer tenía dos nombres – comenzó entre sollozos a encomendarse a las oraciones del apóstol, quien tratando de tranquilizarla le dijo:

- Plantila, hija de la salvación eterna: dame el velo con que cubres tu cabeza; con él quiero vendarme los ojos; más adelante te lo devolveré.

Mientras se lo daba, los verdugos, riéndose, dijeron a Plantila:

- ¡Qué tonta eres! ¿Cómo te fías de este mago impostor y le das esa tela tan preciosa que vale sin duda su buena cantidad de dinero? ¿Crees que la vas a recuperar? Ya puedes darla por perdida.

Llegados al sitio en que Pablo iba a ser decapitado, el santo apóstol se volvió hacia oriente, elevó sus manos al cielo y llorando de emoción oró en su propio idioma y dio gracias a Dios durante un largo rato; luego se despidió de los cristianos que estaban presentes, se arrodilló con ambas rodillas en el suelo, se vendó los ojos con el velo que Plantila le había dado, colocó su cuello sobre el tajo, e inmediatamente, en esta postura, fue decapitado; mas, en el mismo instante en que su cabeza salía despedida del tronco, su boca, con voz enteramente clara, pronunció esta invocación tantas veces repetida dulcemente por él a lo largo de su vida: "¡Jesucristo!". En cuanto el hacha cayó sobre el cuello del mártir, de la herida brotó primeramente un abundante chorro de leche que fue a estrellarse contra las ropas del verdugo; luego comenzó a fluir sangre y a impregnarse el ambiente de un olor muy agradable que emanaba del cuerpo del mártir y, mientras tanto, en el aire brilló una luz intensísima.

Sobre la muerte de San Pablo, Dionisio, en la carta a que nos hemos referido anteriormente, escribió a Timoteo lo siguiente: "En aquella tristísima hora, oh mi querido hermano, dijo el verdugo a Pablo: "Prepara tu cuello". Entonces el santo apóstol miró al cielo, hizo la señal de la cruz sobre su frente y sobre su pecho, y exclamó: "¡Oh Señor mío Jesucristo, en tus manos encomiendo mi espíritu!". Dicho esto, serenamente, con naturalidad, estiró su cuello y, al descargar el verdugo el hachazo con que le amputó la cabeza, recibió la corona del martirio; pero, en el mismo instante en que recibió el golpe mortal, el santísimo mártir desplegó un velo, recogió en él parte de la sangre que brotó de su herida, plegó de nuevo la tela, la anudó y se la entregó a Lemobia".

Muerte de Santiago el Mayor

También se debió la muerte de este santo apóstol – en cierta forma – a su lucha contra los ardides de un hechicero, llamado Hermógenes, aunque en su caso pudo Santiago lograr una conversión tan sincera que el antiguo mago se convirtió en uno de sus discípulos más virtuosos y perfectos. Esto ocurrió al regresar Santiago de España, donde su evangelización había tenido muy poco resultado hasta entonces, y en donde dejó discípulos suyos para volver él a Judea.

Cuando los judíos se convencieron de que la conversión de Hermógenes era sincera hicieron responsable de ella a Santiago, se presentaron ante él alborotados, le increparon y trataron de impedir que siguiera predicando la doctrina de Cristo crucificado. Santiago, empero, recurriendo a las Escrituras, les demostró como en Jesús se habían cumplido todas las profecías que en ella se contenían acerca del nacimiento y sacrificio del Mesías, y probó estas verdades con tal claridad que muchos de los judíos se convirtieron. Esto provocó tan enorme indignación en Abiatar, a quien correspondía el ejercicio del pontificado aquel año, que sublevó al pueblo contra el apóstol. Algunos de los amotinados lograron apoderarse de él, le ataron una soga al cuello, lo condujeron en presencia de Herodes Agripa y consiguieron que éste lo condenara a muerte. Cuando lo conducían al lugar en que iban a degollarlo, un paralítico que yacía tendido en el suelo a la vera del camino comenzó a invocar al apóstol y a pedirle a voces que lo curara. Santiago lo oyó y le dijo:

- En nombre de Jesucristo, cuya fe he predicado y defiendo y por cuya causa voy a ser decapitado, te ordeno que te levantes del suelo completamente curado y que bendigas al Señor.

El paralítico se levantó, sintióse repentina y totalmente sano, y prorrumpió en acciones de gracias a Dios.

Al ver este prodigio, el escriba Josías, que había puesto la soga al cuello de Santiago y hasta entonces continuaba agarrado al ramal y tirando de él, arrojóse a los pies del santo y le suplicó que lo recibiera como cristiano. Pero Abiatar, que se hallaba presente, agarró a Josías, lo zarandeó y le dijo:

- Si ahora mismo no maldices a Jesucristo, haré que te degüellen al mismo tiempo que a Santiago.

Josías respondió:

- A quien maldigo es a ti. Óyeme bien: ¡Maldito seas tú, y maldito todo el tiempo que vivas! Sigue escuchando: ¡Bendito sea el nombre de mi Señor Jesucristo por los siglos de los siglos!

Abiatar ordenó a algunos de los judíos que descargaran sobre el rostro de Josías una buena tanda de bofetadas y envió un mensajero a Herodes solicitando el necesario permiso para proceder a la decapitación del escriba convertido.

Una vez que llegaron al sitio en que iban a ser degollados, Santiago pidió al verdugo una redoma con agua. El verdugo se la proporcionó. Con aquella agua bautizó el apóstol a Josías e inmediatamente después ambos fueron decapitados coronando de este modo uno y otro sus vidas con el martirio.

Poco después de que el santo fuese degollado, una noche algunos de sus discípulos, tomando las debidas precauciones para no ser vistos se apoderaron del cuerpo del apóstol y se lo llevaron consigo. Embarcaron en una nave, y rogaron a Dios que los guiara con su providencia y los condujera donde Él quisiese que aquellos venerables restos fuesen sepultados. Conducida por un ángel del Señor la barca comenzó a navegar y navegando continuó hasta arribar a las costas de Galicia, región de España que por aquel tiempo estaba gobernada por una mujer llamada Loba. Al llegar a tierra desembarcaron el cuerpo y lo colocaron sobre una inmensa piedra, la cual, como si fuese de cera, repentinamente adoptó la forma de un ataúd y se convirtió milagrosamente en el sarcófago del santo. Seguidamente los discípulos del apóstol fueron a ver a la reina Lupa o Loba y le dijeron:

- Nuestro Señor Jesucristo te envía el cuerpo del apóstol Santiago, porque quiere que acojas muerto y con benevolencia al que no quisiste escuchar cuando estaba vivo.

Muerte de San Bartolomé

Cuando San Bartolomé se fue a la India, comenzó a echar a los demonios de los templos en que eran adorados y escuchados a través de sus profetas. Muchísimos milagros operó el santo en este sentido. Y por estos milagros, Polimio el rey se convirtió junto a su familia y renunció al trono, haciéndose discípulo del apóstol. A partir de entonces rigió los destinos del reino un hermano de Polimio, llamado Astiages. Poco después de que este iniciara su reinado, los pontífices de los templos paganos celebraron una asamblea y en ella acordaron quejarse ante el nuevo monarca por los daños inferidos a los dioses con la profanación del templo real y la destrucción de las imágenes de los ídolos; y, en efecto, se presentaron ante Astiages y acusaron al apóstol de haber ocasionado con sus artes mágicas los mencionados destrozos y de haber pervertido a Polimio. Astiages se hizo eco de la denuncia y, dejándose llevar de la cólera, ordenó que inmediatamente mil soldados, perfectamente armados, salieran en persecución de Bartolomé, al que sus perseguidores capturaron y condujeron ante el nuevo rey.

- ¡De modo, dijo el rey al apóstol, que tú eres el hombre que pervirtió a mi hermano!

- Yo no pervertí a tu hermano, sino que lo convertí, dijo Bartolomé.

A esto replicó Astiages:

- Pues voy a hacer contigo lo que tú hiciste con él; como tú obligaste a Polimio a renegar de mi dios y a creer en el tuyo, yo te obligaré a ti a renegar del tuyo y a creer en el mío.

El apóstol puntualizó:

- Yo lo que hice fue vencer al dios al que tu hermano adoraba, mostrarlo maniatado ante el público, y exigirle que rompiera las imágenes de los ídolos. Prueba tú a hacer lo mismo con el mío. Si consigues maniatar a mi Dios, te prometo que adoraré al tuyo; pero si no lo consigues, continuaré destruyendo las estatuas de tus falsas divinidades, y si tú fueses razonable te convertirías a mi religión como se convirtió tu hermano.

En esto alguien se presentó ante el rey y le comunicó que la imagen de Baldach, otro de sus ídolos, acababa de caer rodando por el suelo y de romperse en mil pedazos. El rey, al oír esta noticia, rasgó su manto púrpura, mandó que apalearan al apóstol y que tras propinarle una enorme paliza lo desollaran vivo.

Sobre el género de martirio padecido por San Bartolomé existen diferentes versiones. Según san Doroteo, fue crucificado. He aquí las propias palabras de este santo: "San Bartolomé dio a conocer el evangelio de san Mateo a los indios, predicándoles en la lengua que ellos hablaban, y murió crucificado cabeza abajo, en Albana, ciudad de la extensa región de Armenia". San Teodoro afirma que fue desollado. En cambio, en otros muchos libros se lee que este apóstol fue decapitado. Estas versiones, empero, no son necesariamente contradictorias, sino que, al contrario, todas ellas pueden ser verdaderas, conciliables entre sí y complementarias, puesto que bien pudo ocurrir que el santo apóstol fuese primeramente crucificado; luego, antes de morir, descolgado de la cruz y desollado vivo, para hacerle sufrir más; y, finalmente, estando todavía con vida, decapitado.

Ejecutada en todos sus extremos esta orden, los cristianos recogieron el cuerpo de santo mártir y reverentemente lo enterraron.

Muerte de San Mateo

Se encontraba el apóstol en Nadaver, ciudad de Etiopía, cuando tras la muerte del rey converso Egido, subió al trono Hitarco. El nuevo monarca, arrebatado del apasionado amor que sentía por Efigenia, ofreció a Mateo la mitad de su reino a cambio de que convenciera a la joven para que le aceptara pro esposo. El apóstol contestó a Hitarco:

- Tu antecesor iba a la Iglesia; ve tú también a ella el próximo domingo y escucha atentamente el sermón que pienso predicar a Efigenia y a sus compañeras acerca de la licitud del matrimonio y de las ventajas que la vida matrimonial comporta.

El rey, creyendo que Mateo iba a tratar de convencer a Efigenia de que debería aceptar las proposiciones conyugales que él le hacía, el domingo acudió a la iglesia ilusionado y lleno de alegría. Mateo predicó ante Efigenia y ante el pueblo un largo sermón ponderando las excelencias del matrimonio. Hitarco, mientras le oía, reafirmaba su posición de que el predicador, a través de los magníficos conceptos que en su sermón exponía, intentaba inclinar el ánimo de Efigenia hacia la vida matrimonial; y tan persuadido estaba de que ésta era la intención de Mateo, que aprovechando una pausa que éste hizo y que él interpretó como si el sermón hubiese terminado, se levantó de su asiento y felicitó efusivamente al predicador. Mateo rogó al rey que guardara silencio, que se sentara de nuevo y que continuara escuchando, pues el sermón no había terminado. Luego prosiguió su discurso de esta manera: "Cierto que el matrimonio, si los esposos observan escrupulosamente las promesas de fidelidad que al contraerlo mutuamente se hacen, es una cosa excelente. Pero prestad todos mucha atención a lo que ahora voy a decir: supongamos que un ciudadano cualquiera arrebatara la esposa a su propio rey. ¿Qué ocurriría? Pues que no sólo el usurpador cometería una gravísima ofensa contra su soberano, sino que automáticamente incurriría en un delito que está castigado con pena de muerte; e incurriría en ese delito, no por haber querido casarse, sino por haber quitado a su rey algo que legítimamente le pertenecía, y por haber sido el causante de que la esposa faltase a la palabra de fidelidad empeñada ante su verdadero esposo. Ahora bien; puesto que así son las cosas, ¿cómo tú, Hitarco, súbdito y vasallo del rey eterno, sabiendo que Efigenia al recibir el velo de las vírgenes ha quedado consagrada al Señor y desposada con Él, te atreves a poner en ella tus ojos y pretendes hacerla incurrir en infidelidad a su verdadero esposo que es precisamente tu soberano?"

En cuanto oyó esto, Hitarco, arrebatado de ira, salió furioso de la iglesia. Mateo, sin inmutarse, continuó su plática, exhortó a los oyentes a la paciencia y a la perseverancia, al final del sermón bendijo a las vírgenes y en especial a Efigenia que, asustada, se había arrodillado ante él, y luego prosiguió al celebración de la misa; mas en el preciso momento en que terminaba, cuando aún estaba ante el altar orando con los brazos extendidos hacia el cielo, un sicario enviado por el rey se acercó a él, le clavó una espada en la espalda, lo mató y lo convirtió en mártir.

Poco después intentó el rey quemar la casa en que vivían las vírgenes, pero el santo apóstol se apareció ante ellas y las rescató de las llamas. Hitarco contrajo lepra y se suicidó con su propia espada. El pueblo entonces proclamó rey a un hermano de Efigenia, bautizado años antes por san Mateo, y la fe pudo a partir de entonces propagarse por tierras etíopes durante muchos años.

Muerte de San Simón y San Judas Tadeo

Estando los apóstoles en Babilonia convirtieron a gran cantidad de gente, entre la que se encontraba el rey y muchos ricos.

Dos hombres que hacían magia e idolatría se trasladaron a una población llamada Samir en la que vivían setenta pontífices de los ídolos, y se dedicaron a predisponer a sus habitantes contra los apóstoles, incitándoles a que, cuando vinieran a predicarles su religión, los mataran si se negaban a ofrecer sacrificios en honor de los dioses.

Tras evangelizar toda la provincia, Simón y Judas se presentaron en Samir y, en cuanto llegaron, los habitantes de esta ciudad se arrojaron sobre ellos, los prendieron y los llevaron a un templo dedicado al sol; mas, tan pronto como los prisioneros penetraron en el recinto, los demonios, por medio de ciertos energúmenos, empezaron a decir a voces:

- ¿A qué venís aquí, apóstoles del Dios vivo? Sabéis de sobra que entre vosotros y nosotros no hay nada en común. Desde que llegasteis a Samir nos sentimos abrasados por un fuego insoportable.

Acto seguido aparecióse a Judas y a Simón un ángel del Señor y les dijo:

- Elegid entre estas dos cosas la que queráis: o que toda esta gente muera ahora mismo repentinamente, o vuestro propio martirio.

Los apóstoles respondieron:

- La elección ya está hecha. Pedimos a Dios misericordioso una doble merced: que conceda a esta ciudad la gracia de su conversión, y a nosotros el honor de morir mártires.

A continuación, Simón y Judas rogaron a la multitud que guardara silencio, y, cuando todos estuvieron callados, hablaron ellos y dijeron:

- Para demostraros que estos ídolos no son dioses, y que en su interior hay demonios agazapados, vamos a mandar a los malos espíritus que salgan inmediatamente de las imágenes en que permanecen escondidos, y que cada uno de ellos destruya la estatua que hasta ahora le ha servido de escondite.

Seguidamente los apóstoles dieron la orden anunciada, y en aquel mismo momento, de las dos estatuas que había en el templo salieron sendos individuos horrendos que en presencia de los asistentes destrozaron las imágenes de cuyo interior salieron, y rápidamente escaparon de allí dando voces y alaridos. Mientras la gente, impresionada pro lo que acababa de ver, permanecía muda de asombro, los pontífices paganos, irritados, se arrojaron sobre uno y otro apóstol y los despedazaron. En el preciso instante en que Simón y Judas murieron, el cielo, que hasta entonces había estado sereno y completamente despejado, se cubrió repentinamente de nubarrones; se organizó una terrible tormenta que derrumbó el templo aplastando a los magos.

Cuando el rey tuvo noticia de que Simón y Judas habían sido martirizados, recogió sus cadáveres, los trasladó a la capital del reino y les dio sepultura en una magnífica y suntuosa iglesia que mandó construir en su honor.

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