Posted by : Cristhian
lunes, 23 de marzo de 2015
La declaración de santidad podemos decir que es tan antigua como la misma Iglesia. En los primeros siglos esta declaración se hacía de una manera sencilla y casi espontánea respecto a los mártires, y luego también respecto a los confesores ya las vírgenes. Brotaba del sentido de la fe del pueblo, de la vox populi, que luego era aceptada por la jerarquía de la Iglesia. Los primeros papas y los cristianos que murieron víctimas de las persecuciones que los emperadores romanos desencadenaron contra ellos hasta principios del siglo IV fueron reconocidos como mártires. El Concilio Vaticano II explica esta actuación de la Iglesia en la Lumen gentium, n. 50.
Con el paso del tiempo ha evolucionado el proceso para la declaración de santidad. A partir del siglo X se pedía con frecuencia la aprobación del Papa, y desde el siglo XIII se reservó exclusivamente a él. Los papas Urbano VIII y, sobre todo, Benedicto XIV en el siglo XVIII, establecieron las normas que han de seguirse en las dos fases de que consta la declaración de santidad: la beatificación y la canonización, ambas reservadas al romano pontífice.
Para hacer una aclaración objetiva sobre las consecuencias que una cosa y otra -la beatificación y la canonización de un cristiano- entrañan para la vida de cada uno de nosotros, nada mejor que analizar el ritual de cada uno de estos actos, y la praxis oficial de la Congregación para el Culto Divino en la regulación del culto, sin entrar en la diversidad de prácticas canónicas que han existido, a través de la historia de la Iglesia para estas cuestiones, limitándonos estrictamente textos actuales.
Todos tenemos experiencias de personas que suscitan, incluso en vida, nuestra admiración veneración. Muchos recordamos en nuestras diócesis, ciudades o pueblos, personas concretas, tanto religiosos como seglares que, según la opinión general de la gente vivieron como santos y decimos de ellos: fue un "santo". En otros casos, la veneración queda más reducida al grupo de los que conocen directamente a la persona; es el caso de los fundadores de una congregación religiosa.
En otros casos, además, hay el hecho de los cristianos que han manifestado su fe con la donación de su vida a la causa del Señor: son los mártires.
Es normal que este sentimiento que se tiene en vida hacia una persona se quiera mantener después muerte. Al fin y al cabo, el recuerdo es una de las cosas que todos deseamos, y la Sagrada Escritura lo considera como una de las características del justo: «El justo será siempre recordado».
De aquí puede nacer simplemente el mantenimiento cordial del recuerdo entre los conocidos, como hacemos con las personas de nuestra familia, o puede nacer -si el recuerdo es notable y extenso- el de que sea conservado de una manera pública en la Iglesia.
Así se origina el proceso a través del cual se espera que se pueda llegar a que el cristiano que se recuerda sea propuesto oficialmente como testimonio de vida cristiana.
¿Qué es, pues una «beatificación»? Es una primera respuesta oficial y autorizada del Santo Padre a las personas que piden poder venerar públicamente a un cristiano que consideran ejemplar, con la cual se les concede permiso para hacerlo. La fórmula se dice precisamente en respuesta a la petición hecha por el obispo de la diócesis que ha promovido el proceso. La «beatificación» no impone nada a nadie en la Iglesia. Pide, eso sí, el respeto que merece una decisión del Papa, y el que merece la piedad de los hermanos cristianos. Por esto la memoria de los beatos no se celebra universalmente en la Iglesia, sino solamente en los lugares donde hay motivo para hacerlo y se pide. Incluso en estos casos, excepto cuando se trata del fundador de una congregación, o de un patrono, o de la Iglesia donde está enterrado, la memoria es siempre libre y no obligatoria, para respetar el carácter propio de la beatificación. La fórmula de la beatificación puede proclamarla otro distinto del Papa, por ejemplo, un cardenal, en nombre suyo. Así se hacía habitualmente hasta los tiempos de Pablo VI, que empezó a hacer personalmente las beatificaciones.
Para la beatificación de un mártir es suficiente la declaración oficial de su martirio por parte de la Iglesia, por ello no se requiere ni el proceso de virtudes heroicas ni tampoco el milagro, que, en cambio, se exige para la canonización. En el caso de los nueve mártires de Turón y del hermano Jaime Hilario Barbal Cosán, fue presentada para su canonización -que tuvo lugar en el Vaticano el 21 de noviembre de 1999- la curación milagrosa de Rafaela Bravo Jirón, de veinticinco años, natural de León (Nicaragua), maestra, a la que se le detectó un tumor altamente maligno en el útero, incurable con medios científicos, porque el tumor era necrótico y sangrante y la infiltración llegaba hasta los huesos; por ello tuvieron que extirparle el útero y dada la gravedad de la situación, los médicos no le daban más de cinco años de vida. Precedentemente dicha señora había sido hospitalizada cuatro veces a causa de otros tantos episodios abortivos incompletos. El mismo día de la beatificación de los citados mártires (domingo 29 de abril de 1990), y después de haber pedido con gran fe y devoción su invocación mediante dos novenarios de oraciones, repentinamente la enferma sufrió tremendos dolores en el bajo vientre con expulsión desde la vagina de un coágulo lleno de sangre. Inmediatamente sintió una notable mejoría, que prosiguió en los meses y años sucesivos hasta llegar a su curación completa, sin que los médicos hayan podido explicarlo científicamente. La señora Bravo Jirón atribuye todo esto a la Intercesión de los Hermanos de la Salle, mártires que el Papa estaba beatificando en Roma. Diez años después, la enferma se encuentra totalmente restablecida y la curación total, perfecta y duradera ha sido considerada milagrosa, es decir, inexplicable desde el punto de vista científico, tanto por los médicos que han tratado a dicha señora en Nicaragua como por el colegio de médicos que ha examinado el caso en el Vaticano. De este modo se ha conseguido en poco tiempo la primera canonización de los primeros mártires de la persecución religiosa española, que son, al mismo tiempo, los primeros santos españoles del siglo XX.
Los textos litúrgicos de la canonización son distintos de la beatificación. Además, es el Papa quien actúa en persona. La petición no la formula un obispo individualmente -es decir, el obispo de la diócesis en la que se ha hecho el proceso canónico, que suele ser la del lugar en el que ha muerto el santo- sino "la Santa Madre Iglesia", y, en su nombre, el prefecto de la Congregación de las Causas de los Santos. El Papa pronuncia la fórmula solemne de la canonización en estos términos: «Para honor de la Santísima Trinidad, para la exaltación de la fe católica y el incremento de la vida cristiana, con la autoridad de Nuestro Señor Jesucristo, de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y la nuestra, después de haber reflexionado intensamente, y de haber implorado asiduamente el auxilio de Dios, siguiendo el consejo de muchos hermanos nuestros en el episcopado, declaramos y definimos como santo/a el/la beato/a N., y lo/la incluimos en el catálogo de los santos, estableciendo que éste/a ha de ser honrado/a en toda la Iglesia entre los santos con piadosa devoción. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.»
No se trata, pues, de un "facultad", sino de una propuesta que hay que aceptar: "ha de ser honrado/a en toda la Iglesia". La canonización es un acto solemne del magisterio: ordinario pontificio que se extiende a toda la Iglesia y obliga a todos los católicos a creer en ella.